“El que mucho abarca, poco aprieta” reza el proverbio.
Es cierto que nuestra capacidad de acción (en cualquier ámbito) es limitada, y no sólo depende del propio potencial de cada uno sino también de factores externos que nos implican horas, atención y esfuerzo. Un autor norteamericano, ganador del Premio Nobel de Literatura, una vez escribió: “Para que voy a dejar que otro haga las cosas si yo las puedo hacer igual de mal, y en menos tiempo?”. A veces estas declaraciones tan oscuras nos permiten ver las situaciones con mas claridad.
Por experiencia y observando a mi alrededor, estoy convencido que el delegar es uno de los actos mas difíciles de la condición humana. No me refiero a simplemente encomendar una tarea, responsabilidad o actividad a otra persona, algo que mecánicamente podemos realizar sin problemas, sino a la facultad de hacerlo bien, con respeto, atención y en contacto con la cruda verdad: cuando se delega se transmite la acción pero la responsabilidad final siempre permanece en uno mismo. Quizá sea por esto que no delegamos suficiente o, si lo hacemos, lo hacemos en forma parcial y desconfiada. Delegar a medias, sólo en la acción pero no en la intención, produce mayor ansiedad en lugar de un sano espacio para encarar diferentes tareas o simplemente hacer foco en otras actividades que requieran nuestra atención.
Quién se interpone entonces entre la acción de delegar (o la incapacidad de hacerlo) y la verdadera y sana intención de llevarlo a cabo?
Pues sí: El ego.
Cuando «delego del ego», delego mal. Cuando no delego en situaciones donde convendría hacerlo, es del ego de donde nace esta inacción. No confío. Nadie puede hacer las cosas como las hago yo. Si delego, pierdo poder. Tengo tanto que hacer que no hay tiempo de explicarle nada a nadie. Si delego me pongo en un lugar de superioridad y «quién soy yo para dar una orden?» (esa es una de las trampas mas exquisitas del ego). Puedo continuar enumerando decenas de excusas… todas provenientes de la misma fuente.
Cuando «delego del ego», delego mal.
Uno de los principales combustibles del ego es la sensación de control. Una ilusión absoluta, ya que la realidad es que realmente no controlamos nada. La gran barrera por lo tanto en la acción de delegar es la pérdida de control sobre la acción encomendada. Cómo nos cuesta soltar; cómo nos cuesta confiar. Ocurre entonces que delego y, posteriormente, invierto todo el tiempo y energía ganada al hacerlo en controlar la acción del otro en forma impaciente y constante. Esto muchas veces se convierte en una inversión de esfuerzo aún mayor que lo logrado al ampliar mis capacidades delegando. Delegar tampoco significa desentenderse completamente del tema, sino seguirlo con generosidad, atención justa y sin invadir. Recordemos que la autoridad se delega, la responsabilidad no.
Tenemos entonces que aprender a delegar bien, tanto en la acción como en la intención. No hablo solamente de grandes proyectos o responsabilidades, me refiero también a las pequeñas cosas que en oportunidades pedimos a un compañero del trabajo, familiar o amigo. Delegar no es fácil, repito: es uno de los actos mas difíciles de la interacción en cualquier ámbito, sin embargo es fundamental que nos detengamos a reflexionar sobre este tema y comprendamos la importancia que radica en el poder detectar quién o quienes están capacitados para realizar la tarea y luego, en forma clara, precisa, sin manejos del ego y con mucha humildad, encomendar y soltar.
Un buen libro para leer sobre las relaciones en el trabajo es Busca en tu interior: Mejora la productividad, la creatividad y la felicidad.
Me viene a la mente la imagen de una paloma mensajera en cuyo pié atamos un pequeño papel con un escrito dirigido al rey. Están quienes luego de hacerlo sueltan la paloma deseándole un buen viaje y regreso, y aquellos que sueltan la paloma y la siguen desconfiados corriendo tras su sombra.
Aprender a delegar es hacerlo con confianza, humildad y sinceridad. Ya sabemos: cuando delego del ego, no delego.
Sozan